PREFACIO
En un recóndito lugar del Atlántico cerca de la
Península Hispana. Entre los mares gélidos del Norte dónde los nativos albinos
adoraban a Dioses de la Guerra
y de la Destrucción haciendo muestra de ello con masacres civiles
indiscriminadas, y sobre las abrasadoras temperaturas del Sur con escasa
diferencia de la calidez corpórea que desprendían sus gentes terrizas y
portentosamente dotadas, haciendo triunfo de su promiscuidad y del salvaje ser que
llevaban en su interior. Del que disfrutaban en el momento de mantener
relaciones carnales entre ellos, haciendo caso omiso de sus lazos de sangre y
practicando la endogamia. Yacía una próspera civilización condenada a su prematura
extinción.
Los Dioses de cada lugar recibían nombres y tributos
distintos, algunos vírgenes muertas,
otros ganado, en otras tribus era el sexo más duro y masoquista el que les
rendía culto, pero a fin de cuentas, todos ellos eran los mismos Dioses con
distintos nombres y con ligeros cambios en su magia. Nombrados y apodados por
los humanos que vivían en dichos lugares. Esas gentes eran los que les ponían
esos ridículos nombres.
A pesar del caos, de la confusión, de la oscuridad y
de las mentes primitivas que regentaban las tierras más nobles por ser y por
haber, había un lugar en medio de todo aquel ocaso. Una isla solitaria donde la
que la evolución les había otorgado una inteligencia más desarrollada que al
resto de las criaturas terrestres. Hacía mucho tiempo que los humanos andaban a
dos patas, que pasaron a llamarse piernas. Hacía ya mucho que un ente extraño
con harapos rotos de Semidiós les otorgó el milagro del fuego, incluso habían
desarrollado la escritura sin problema alguno. Su evolución era inexorable y
parecía imparable. Ahora ya se dedicaban a descubrir el qué de la existencia,
el porqué de la vida. Manipulaban la genética creando criaturas rarísimas con
unos instrumentos de lo más curiosos, eran prácticamente Dioses, porque ¿qué
les diferenciaba ya de ellos si también podían crear vida de la nada? Su último
descubrimiento e invención fue un portal circular de rocas, un portal que los
llevó a una Orbe a la que hacía mucho que deseaban poder llegar, poder alcanzar.
La última frontera entre su mundo y el Más Allá. Pero, sin llegar a éste último
como solía suceder siempre: tras la muerte.
ACTO PRIMERO
Capítulo I (Toda historia tiene un comienzo):
En la pequeña provincia del Ragnarök. En el corazón
de una nación la cuál una vez ya estuvo ahogada por el agua. Devuelta a ese
estado por la destrucción y la perdición del Apocalipsis. La comarca flotante
del centro. Entre vastas tierras cubiertas por el elemento más preciado de la
faz del Planeta Azul. La comarca que representa el racimo de uvas más codiciado
por el Dios Baco. En su capital. En la ciudad llamada Minorisa. En la calle
nombrada Callisto por el mismo Dios a la que esa ménade le rendía culto. Capitaneada
por su bella estatua de bronce y decorada por un banco de piedra en semicírculo
a su alrededor. Soportada a su vez por una pequeña fuente decorativa. Una
preciosa mujer de belleza indescriptible, una mujer tan bella como peligrosa
por la que no pasan los lustros. En un ático pequeño y mediocre del piso número
26…
-¡Persephone!... ¡Persephone! Cariño, despierta. Que llegarás tarde a tu primer
día de Instituto.
-Mamá, sólo cinco minutos más.
Era el 15 de setiembre de 1940 después del Segundo
Cristo, un día especialmente caluroso. El solsticio de verano expiaría dentro
de poco, pero éste no se daba por vencido, aún. Las estaciones entraban tardías
a partir de la Tercera
Guerra Mundial, la cúspide de la evolución humana sucedida ya
casi dos milenios atrás. Las armas bioquímicas habían manipulado parte de la
genética medioambiental y de la genética de los que habitaban el Planeta, y no
todo se sucedía como se conocía anteriormente.
El mundo dio a luz a un nuevo Mesías y con él nació
una nueva Génesis. Un Semidiós que llevó a su fin a la raza humana y la hizo
renacer de sus cenizas creándola de nuevo como especie renovada, dando a luz a
su vez a otra especie gemela condenada a vagar entre tinieblas. Eran unos seres
que llevan ya muchos años albergando odio por ser esclavos de lo que ellos
consideraban una condena injusta hacia su ser.
Los vecinos más madrugadores de la ciudad intentaban
desmarañarse de sus queridas sábanas para empezar la jornada. El calor no
ayudaba a levantarse. Los científicos creían que estos cambios de temperaturas
eran debidos al cambio climático, desdichados ignorantes de un pasado cruel. El
nuevo curso empezaba en esta ciudad y la joven adolescente que se retorcía
entre las sábanas rezaba para que ello no diera lugar.
Persephone era una preciosa jovencita de 11 años,
hija de una maestra de Educación de las Artes en el Instituto central de la
ciudad, el Ilustrísimo Instituto del Segundo Acto. Su madre nunca le había
contado nada relevante sobre su padre, sencillamente que se llamaba Dante, como
el poeta que describió el Infierno, antaño. Le explicó, que se enamoraron
cuando ella apenas tenía 17 años, que poco después la tuvieron, pero que al
cumplir, Persephone, los 2 años su padre desapareció misteriosamente dejándolas
solas, tanto a ella como a su madre. Desde ese fatídico momento, su madre siempre
le contaba, antes de arroparla, que tuvo que ir compaginando los estudios, su
carrera de Bellas Artes, con el cuidado de su querida y amada hija.
Este hecho acompañaba a Persephone allí donde iba. Sus
compañeros se reían de ella por ser vástago de un hombre que abandonó a su
familia a su suerte. No había día que pasara que no se preguntara donde se
escondía su padre, porque ella estaba segura de que seguía vivo, eso le dictaba
su corazón. También le roía el alma el porqué de su propio nombre, la
extravagancia que conformaban las letras al construirlo. Varias veces se lo
preguntó a su madre y ella se limitó a decirle que su padre amaba la mitología
griega y que le fascinaba el Inframundo, por ello decidieron llamarla así.
Persephone sabía que esa no era la única razón, sabía que su madre le estaba
ocultando algo de vital importancia. Persephone bajó dubitativa hacia la cocina
del pequeño apartamento.
-Buenos días hija. Toma unas tostadas recién hechas. ¿Preparada para tu primer día de Instituto? Que
bien, ahora nos podremos ver entre clases, ¿eh?
-Ya…
-¿Qué te pasa cariño?
-Nada… Sólo que es un rollo esto de estudiar. ¡Seguro
que mis compañeros de aquí también van a ser unos capullos! –dijo indignada la
blanquecina Persephone.
-No digas eso, ya verás como en el Instituto es distinto.
Se por lo que has pasado, y que no todos te aceptaban como…
-Pero si no me aceptaba nadie, todos se metían
conmigo… Bueno, da igual, va, acabemos de desayunar y vayamos a mi perdición.
***
Joder, que coñazo de clase, el primer día y a
primera hora ya me toca matemáticas, ya es mala suerte, y encima con este
petardo de tío, si es que,… ¿Y estos?, ¿que miran?, pero si no hay nadie de mi
antigua escuela, ¿se puede saber que son esas caras de asco?... Seguro que
alguien ya les has contado que mi padre nos dejó. Serán capullos… No, no puede
ser, me estoy poniendo paranoica, veo cosas donde no las hay…
En ese momento, entre pensamientos, sonó una voz
melosa y dulce en la cabeza de la muchacha. Una voz conocida pero a la vez
lejana: “Persephone…” La chiquilla intentaba descubrir de donde procedía, ladeó
la cabeza hacia su derecha y luego hacia su izquierda, pero no encontró
respuesta alguna. Sonó de nuevo:” Persephone…”
-¿Persiéfone…? –interrumpió el profesor.
-… ¿Aeh?... ¡¿eh?!... Es Persephone –contestó la joven.
-Bueno como sea, ¿tú eres la hija de Lyla
Giacometti, verdad?
-Sí…
-Pues como sigas embobada y en las nubes, tendré que
decirle algo a tu madre. Vamos, mujer, que es el primer día, presta algo de
atención, aunque sea fingida.
-Ah, ya… Lo siento.
-Vale, que no se vuelva a repetir. Ejem… -carraspeó
el profesor.- A ver, lo que iba diciendo, ah sí. La condición que hay para que
X sea 20…
Imbécil, y encima me amenaza con decírselo a mi
madre, que miedo, uuuuuh, Mr. Perdedor,… Me siguen mirando mal...
A la hora del recreo, la joven adolescente
Persephone vagaba sola por el patio, hasta que un chico rubio se dirigió a
ella: “¡Eh!, niña rara… Sí, tu, ¿eres la hija de la profesora de Arte?.
Buá, menuda puta está hecha tu madre, deja que se la folle un tío y luego el
muy cabrón se larga dejándole el paquete, jajajajaja…”
-¡Serás! -Persephone, corrió hacia el chico.
Un fuerte puñetazo salió propiciado de la mano flaca
y translúcida de la joven Persephone, directa a la mandíbula del muchacho. El
chico que cayó desplomado contra el suelo cuál saco de patatas, notaba como se
le entumecía la mandíbula, entre sus balbuceos se lograba escuchar: “¡Segrás
puta! Igual que túg madreg.”
-Joder, que daño, me he destrozado la mano –dijo
Persephone.
La pelea prosiguió pero esta vez fue el chico, que
tras el golpe por sorpresa de Persephone se retiró, escupió la sangre que se le
acumulaba en su andrajosa boca y al levantarse, rápidamente la golpeó con un
fuerte puñetazo dirigido al estómago. Un estómago joven y aún frágil. Pobre
joven pelirroja de terciopelo, de labios morados y ojos oscuros como el satén.
El puñetazo se le antojó duro como una roca.
Persephone se encontraba tumbada en posición fetal
sobre el suelo, observando el círculo de muchedumbre que se había formado a su
alrededor que iba repitiendo: “¡Eh!, chicos, pelea, pelea.”
-Dejadme en paz, pandilla de idiotas –balbuceaba
entre dientes, aun tumbada sobre el suelo.
Los sonidos que se confundían para sus oídos
empezaron a transformarse en un ligero pitido muy agudo. Persephone no sabía
hacia dónde mirar, era exactamente como en su antigua escuela, no, aún era
peor, era el primer día, ¿y ya estaba así? Era algo inconcebible y agobiante
para cualquiera.
-¡Eh!, ¿niña rara, que vas a llorar? ¿O quizás no?,
porque las hijas de una puta no tienen lágrimas, ¿verdad? –dijo el joven rubio.
Los ojos se le cerraron de nuevo lentamente y se
dejó llevar por la calma y el dolor de todo su cuerpo magullado. Se desvaneció.
Lo siguiente que Persephone vio fue verse a sí misma
sentada sobre una silla de madera de nogal, le dolía la cabeza y sentía notar
un zumbido en la sien, el latir de su corazón. Le dolía el cráneo. A su lado,
sentado sobre otra silla, se encontraba el chico de la pelea. Con una postura
de calma que antes no mostraba. Persephone pensaba que a quién pretendía
engañar con esa faceta de niño bueno. Era totalmente distinto al de antes. El
pelo dorado y los ojos verdes del muchacho brillaban al son de la luz de pie de
Tyffany que había sobre la mesa de nogal a juego con las sillas del despacho
del director. Un despacho grandioso repleto de réplicas de obras de artistas
conocidos que decoraban cada oscura esquina del fosco lugar. Entre ellas el
famoso Pensador del francés Auguste Rodin.
El director del Instituto era un hombre de espaldas
anchas aparentemente duras como el acero. Con el pelo oscuro como el carbón
salpicado de pequeñas manchas plateadas que bajaban hacia sus patillas
perfectamente recortadas y peinadas. Era un muestra del peso del tiempo, pero
con un sumo cuidado por parte de las manos humanas al querer renegar de éste.
Se encontraba sentado frente a ellos escrutándolos con sus diminutos ojos
azules perla, en un frondoso y acolchado sillón marrón. A su derecha, de pie,
la madre y profesora de Arte. Lyla, una mujer esbelta de bella figura. Se
denotaba que su hija había heredado parte de esa hermosura. Tenía una piel de
color tostado por el Sol. Una larga melena negra, fina y suave como las olas
del mar, surcaba su rostro de rasgos suaves. Presididos por unos ojos dulces
como la miel de largas y oscuras pestañas. Sus labios eran rosados, voluptuosos
como sus preciosos senos que intentaban asomarse prietos bajo la camisa blanca
muy ajustada que se escondía en el interior de una falda negra ceñida hasta la
mitad de sus muslos. Éstos, candentes, ocultaban su preciado tesoro.
-Chicos, ¿se puede saber a qué ha venido esa pelea?
–preguntó sin preámbulos el director.
-Bueno, es que este chico… ha empezado a meterse
conmigo.
-¿Es eso cierto, hijo?
-¡¿Hijo?! –añadió exaltada la joven.
-Pues sí, yo soy el padre de Stan -resultaba
llamarse así, un nombre de origen inglés con ligero acento americano. Persephone
lo vio muy apropiado, visto que fue él el primero en atacar sin necesidad de
ello, aunque sólo de palabras se tratase-. Pero no sé a quién habrá salido, demasiado
rebelde, y maleducado.
-Papá…
-¡¿Qué has hecho?! –añadió cortante y furtivamente.
La cara se le oscureció aún más si cabía. Su ridícula sonrisa de simpatizante
colegial se esfumó y se vio substituida por una mirada severa y juzgadora. Un
abismo de terror recorrió el espinazo de los dos jóvenes.
-Le dije,… le dije, que era una hija de puta
–contestó aterrado.
-¡¿Cómo?! ¿Se puede saber quién te ha educado así?
¿Dónde has aprendido a hablar así?
-Yo,… yo… -intentó replicar el muchacho.
-Muy bien, entiendo, así que tú sólo te defendías,
¿no Persephone?
-Así es señor –mientras contestaba, observó de reojo
al rubio Stan. La fortaleza y despecho que mostraba en el patio había cambiado
radicalmente por la desesperación que se dibujaba en su rostro. Nunca antes había
visto a nadie tan afligido.
-De acuerdo, volved a clase que ya terminó el
recreo. En cuanto a ti, Stan, ya sabes lo que te espera cuando lleguemos a
casa.
***
Vaya, menuda bronca le esperará a ese tal Stan. Bueno
ya le está bien por gilipollas. Menuda coincidencia que fuera el hijo del
director. ¡Ja! Se pensaría que así estaría protegido… Bueno, quizá lo estaba,
pero claro mi madre también es profesora y estaba al lado del director. Qué
raro, quizás por eso…
“Persephone … Persephone...”, de nuevo esa voz
retumbaba en su cabeza, esta vez más intensa. Cada vez le era más familiar,
sabía que la conocía, por lo menos le era familiar. ¿Pero de quién se trataba?
Qué raro, ¿que debe ser eso que oigo? Debo ser la
única, porque los demás ni se inmutan… ¿Y ese puñetazo que le he pegado al
rubiales? Pero si yo nunca he pegado a nadie. Y aún menos creía ser tan fuerte,
si hasta ha escupido sangre… Que fuerte… ¿Desde cuándo tengo esa fuerza y esa
convicción? Además me siento raramente bien, como si hubiera dormido dos días
seguidos… Bueno, creo que la profesora de Lengua Castellana me está echando
algunas miraditas de desaprobación, mejor que me concentre en la lección…
-Muchas veces seseamos cuando decimos según que
palabras, eso es debido a que algunos de nosotros tenemos como lengua materna la Lengua Catalana, y
por ello…
***
-Bueno, hija. Menudo primer día, ¿eh? -se dirigió
Lyla, sorprendida y enfurecida.
-Esto…
-¿Desde cuando eres tan violenta? Le podrías haber
roto la mandíbula.
-¿Pero qué dices? –contestó Persephone indignada-.
Pero si tú ya sabes que no soy violenta, nunca he pegado a nadie, no haría daño
ni a una mosca. Si te soy sincera, no sé qué me ha sucedido.
-Sí, pero…
-Además, me he pasado el día oyendo voces, que me
llamaban, como susurros dentro de mi cabeza, clamándome, llamando mi atención.
Lo peor es que la voz me recordaba a alguien, pero no sé a quién -la joven
buscaba encontrarse con la mirada de su madre para apaciguar su ser.
-Bueno, estarás agobiada por algo –ella no apartaba
la vista del asfalto, seguía conduciendo, pero su cara se volvía intranquila.
¿Qué me estará ocultando? Cada vez se le nota más
que hay algo que la preocupa. Sé que me lo quiere contar, pero no lo hace. ¿Qué
le pasa? ¿Tiene miedo de que reaccione mal? Tan grave no será lo que me tiene
que decir, ¿no? ¡Joder!
-¡Te he oído! ¡Ya basta de decir tacos! –se dirigió
Lyla a su hija.
-¿Eh?... ¿Perdón?… - Persephone contestó
sorprendida.
¿Cómo? Juraría que no he abierto la boca…
***
¿Dónde habré puesto la regla? Tengo que hacer
limpieza, me va a matar tener tanta mierda acumulada.
Persephone se encontraba sentada sobre su silla de
pana negra. Buscaba y removía incansable objetos sobre el escritorio de su
habitación. No encontraba la regla con la que había de empezar a hacer los
ejercicios de matemáticas. Una maraña de hojas y libros viejos se apilaban de
forma incontrolable haciendo equilibrios imposibles sobre la mesa, dejando muy
poco espacio para que la muchacha pudiese emprender sus tareas, y para la luz
de pie de metal que alumbraba sólo esa diminuta parte de la mesa completara su
función. Era una habitación oscura. Pequeña. El mueble arcón detrás de la cama
estaba decorado con pequeñas muñecas y peluches en desuso, únicamente seguían
allí porque le daba pena tirarlos a la basura. A su derecha se alzaba un armario
magnificente empotrado, viejo y polvoriento.
¿Dónde estará? Puede que la tenga en el armario… -no se encontraba allí- Pues no… Y debajo de la
cama… ¿Eh? ¿Qué es esto?
Persephone había dado con una caja de acero. No
tenía ni idea de que hubiese aquello allí debajo. Dentro de ésta vio lo que
parecían juguetes de otra época. Un colgante plateado que parecía también muy
antiguo. Decorado y grabado con preciosos símbolos que parecían una fusión
entre caracteres griegos y celtas, algo extraños, pero a su vez conocidos. ¿Qué
querrían decir todas aquellas formas? ¿A quién había pertenecido? En el fondo
ella lo sabía, desde el mismo instante en que nació, desde el mismo momento en
que llegó a la Tierra. Tenía
la respuesta para todas sus preguntas y dudas. Pero su corazón aún no se sentía
preparado para revelarle esos secretos tan oscuros y profundos de su alma y de
su ser.
-Persephone, a cenar. -La llamó su madre desde el
piso de abajo.
-Ya voy, mamá. –seguía pensando: “¿Qué será ese
colgante?” mientras descendía las escaleras.
-¿Sabes mamá?, he encontrado un colgante en una caja
debajo de mi cama –la joven impaciente, por el hallazgo, le mostró la joya a su
amada madre-. ¿A qué es precioso? ¿De quién era?
-De tu padre –contestó cauta.
-¿De verdad? Que pasada. ¿Y que son todos estos
símbolos?
-No lo sé hija, eso sólo lo sabía tu padre.
-Jooo, nunca colaboras, no me cuentas nada.
-¡Porque aún no estás lista para oír la verdad!
–tras oírse decir esas palabras, la hermosa Lyla puso cara de espanto y observó
su alrededor, buscando no ser vista.
-¿Qué? ¿De verdad? ¿Qué me ocultas, mamá? Sé que hay
algo y no me lo cuentas – Persephone frunció el ceño.
-Nada cariño. Acábate la cena y ve a terminar tus
deberes –se sucedió un tenso silencio, Persephone, miraba a su madre con cara
de desaprobación y a su vez decepción-. Vale, te diré algo, pero no puede salir
de aquí –la cara de felicidad que realzaba las mejillas de la jovencita, era
inexplicable-. Verás, ese colgante de tu padre simboliza la Vida Eterna.
-¿La
Vida Eterna?
-Así es. Sólo me contó eso y me dijo que cuando se
acercara tu decimosegundo cumpleaños empezarías a desarrollar un don, o como él
acostumbraba a llamarlo: una maldición. Ello te acompañará el resto de tu vida,
ya que lo irías descubriendo por ti sola. Lo necesitarías para acabar aquello
que un día se empezó.
-No entiendo nada, cuéntame más. ¿Y esas voces?
–añadió Persephone al conocer parte de lo que se le ocultaba.
-No te puedo decir mucho, ya que desconozco más de
lo que tú pretenderás creerme, y de momento no te puedo contar más cosas ya que
entorpecerían tu evolución. Por lo que se refiere a esas voces de las que me
hablas, puede que sea uno de los primero síntomas de los que me habló tu
padre, aunque no lo sé… Tampoco me dijo mucho, si me hubiese contado más y
supiera más de lo debido nos habría puesto tanto a ti como a mí en peligro. Y
ahora a la cama.
-Jooo, mamá, quiero saber más…
-Ya te lo he dicho, ahora no es el momento.
Persephone le dio un beso de buenas noches a su madre
y se dirigió a su habitación.
Tras terminar los deberes, Persephone se tumbó en su
cama, cogió el colgante que había dejado antes sobre el arcón y se lo colgó
alrededor de su fino y cálido cuello. Contenta, dejó que la oscuridad la
engullera y que el mundo de los sueños y su Dios Morfeo se apoderaran de ella y
de sus párpados. Éstos se dejaron caer lentos y cansados.
***
A lo lejos se vislumbraba un apuesto joven pelirrojo.
Sus rasgos duros y varoniles destacaban a la cándida luz del lugar. Bajo su
manto rojo rubí brillaba una espada de caballero andante. El ambiente estaba
desdibujado. Una neblina sobrevolaba ligeramente el suelo. Se oyeron unos pasos
andando torpes sobre la tierra húmeda de medianoche. Se acercaron dos hombres
ajados y encorvados por el tiempo, antaño erguidos y altos como un robledal.
Iban cubiertos con una capa tejida con Bardaguera Blanca: “Dante, ¿eres tú?”
-preguntó.
-Sí compañeros, cuánto tiempo, ¿verdad? -contestó
Dante.
-¿Ya has dejado tras de ti a tu mujer y a tu hija?
-Lo cierto es que sí… Me duele en el alma, las amo
más que a mi propia vida, son el tesoro más preciado de mi amarga existencia,
pero debo cumplir con mi deber o no tendrán un mundo donde seguir viviendo.
-Así se habla –respondió un tercero que salió de
entre la bruma. Éste era más joven, quizás de la misma edad que el pelirrojo.
No se sabía. La apariencia, a veces, hace juzgar mal-. Es el deber de la Resistencia.
-¡Arthur! Estás vivo, creíamos que te habían
capturado y, nos temíamos lo peor –la felicidad de los otros tres nobles
caballeros era notable en el ambiente-.
-Ya… Lo hicieron, pero me escapé –dejaba entrever su
sonrisa burlona-. Ya lo sabéis, soy un gran escapista, todo lo que hizo
Houdini, lo aprendió de este humilde maestro –señalando su propio pecho-.
Aunque a él no le fue tan bien, al final no pudo escaparse de su propio sino,
esa caja tan oscura y desdichada que es la propia muerte –unas carcajadas se retumbaban
en el ambiente en penumbra. Eran unas carcajadas inmortales.
Reunidos de nuevo, los cuatro nobles de la Oscuridad
Infinita se dispusieron a reemprender la marcha que un día tuvieron que
posponer.
Más tarde, la neblina parecía disiparse. Era un bosque
lúgubre. Los árboles desnudos, despojados de sus preciados abrigos por el frío
invernal mostraban su esqueleto más íntimo. Sus terrores y sus peores augurios.
El temor se hacía dueño del lugar. Ante los ojos de los nobles un cementerio
olvidado por la mano de Dios, si alguna vez hubo alguno en aquellos
subrepticios parajes.
De pronto, apareció una puerta que se abría bajo los
pies de los nobles, una puerta a otro mundo. Un mundo donde la raza que vivía
allí hacía mucho que dejó de ser parecida a la humana aunque un día lo fuera.
Unas escaleras de piedra caliza mostraban el camino hacia el Olvido, donde el
Sol dejaba de ser Sol, para convertirse en una Bendición.
Parecía no tener fin, la bajada era interminable. Paso
a paso el aire se hacía cada vez más reacio y corrupto. Los pulmones tardaron
un tiempo en acostumbrarse, hasta que por arte de magia el organismo dejó de
pedirles oxígeno a cambio de otro elemento para seguir viviendo, un componente
salado, jugoso y con olor a hierro procedente de otros seres iguales pero a la
vez distintos a ellos. La vista se les aclaraba, de penumbra se sucedía a una
visión perfecta, felina. Los sentidos se agudizaban, los músculos se tensaban y
se endurecían. Los colmillos se desplegaban. El humano había dejado de existir.
La bestia había salido de nuevo a la superficie.
Una nueva puerta, gigante y majestuosa se postraba
ante los ilustres Vampiros. Una puerta de oro macizo decorada con la muerte, la
desesperación, las mutilaciones, y los amores prohibidos: la puerta a la Divina Comedia se
abrió para dejar pasar de nuevo al hijo pródigo.
-Parece que hemos llegado –inició la conversación el
joven Arthur.
-Cierto, el lugar en el que el tiempo y el espacio
son una sola y mera coincidencia –añadió Dante-. Hacía mucho que no me sentía
así de fuerte y así de vivo omitiendo la paradoja que conlleva decir lo que
estoy diciendo. A su vez, esta forma me repugna, la detesto. El precio que
tenemos que pagar por este poder es demasiado elevado para cualquiera. No
debería ser así. No deberíamos existir. Nadie debería tener el derecho de
arrebatar la vida a los demás y aún menos por una existencia elevada. Por ello
ya sabéis lo que hemos de hacer… Antes, Arthur, nos hablabas del sino. ¿Sabes
muy bien que aquí yace el nuestro, verdad?
-Sí, pero no le temo, esta noche acabará todo. Y nosotros
seremos parte de ese fin.
Los cuatro nobles de la Resistencia proseguían
su viaje hacia “el centro de la Tierra” por decir algún lugar conocido por el
ente humano. Aunque no era así, ya que la dimensión en la que se encontraban no
era la misma de la que procedían. Pronto. El hilo fino que las separaba se
destruiría y la vida y la muerte serían una única e indiscutible existencia. Cuando
esto sucediera, alguien tendría que decidir cómo realizar el Sacrificio del Fin
para restablecer el orden o crear uno nuevo.
***
Sonó el despertador, pero la dormilona Persephone no
quiso escuchar el reloj chillón que anunciaba el nuevo día. Molesta por haber
destruido su aterrador, pero fascinante sueño, lo agarró con fuerza y al
soltarlo salió disparado contra la pared, haciéndose así añicos. Perpleja de su
fuerza, se levantó de un solo salto desde la cama. Fue un salto casi divino,
con el que voló y postró finamente sus pies sobre el plebeyo suelo, sobre el
lugar terrenal. Se estiró y se encogió. Esa noche había dormido de un tirón. Hacía
mucho que no lo conseguía. Un sueño que empezó en pesadilla había sido el que
le había mostrado parte del camino que había de recorrer, aunque ella aún no lo
sabía. Todo era alieno para nuestra joven Princesa de las Tinieblas. Creía que
era otro sueño extraño provocado por su mente, otra delirante maravilla bajo la
madriguera del conejo.
Corrió al baño a asearse, pero al pasar por delante
del espejo quedó fascinada. No le dio tiempo a entrar en la ducha, porque se
encontró con un yo que no reconocía. Le parecía haber crecido muchísimo.
Ahora era una mujer esbelta y hermosa como su madre. Su pelo rojo como el
fuego, antes corto como el de un chico se había convertido en una larga melena
hasta su cintura. Y brillaba por sí sólo, como si desprendiera luz y vida
propia, como si fuera fuego furioso emanando de éste. Sus labios eran
voluminosos y sonrosados. Los ojos lucían unas largas y finas pestañas oscuras.
Y sus retinas negras como el azufre brillan al son del ritmo de su corazón. Sus
senos eran perfectos, preciosos, abundantes. Al tocárselos descubrió que sí le
pertenecían. Y un picor molesto y nauseabundo en su entrepierna le descubrió que
tenía las bragas manchadas de sangre. Su primera menstruación había llamado a
la puerta de entrada en su vida, sin previo aviso, sin previas intuiciones. Pero
por lo que ella sabía de lo que le había leído en los libros y lo que le había explicado su propia madre, no tenía que mutar todo el cuerpo. En una sola noche se había desarrollado como
mujer, fértil, adulta,… y peligrosa. No obstante, su mente seguía estancada en
los once años. Era un problema grave. Hoy tenía el segundo día de Instituto y
no parecía de su curso, sinó más bien podría pasar por una joven de
Bachillerato o incluso de Universidad. Por un lado se sentía fabulosa,
femenina, perfecta y espléndida. Por otro lado, sabía perfectamente que si
antes era el centro de las burlas, ahora sería mucho peor…
El miedo iba haciendo mella en su interior.